sábado, 2 de agosto de 2008

LA REVOLUCIÓN SUPERFICIAL

“Hay slogans que sirven un día y son buenos; hay slogans que funcionan muchas campañas y son mejores; pero hay los que duran toda la vida: esos son los imprescindibles”. Agencia Patito.
A alguien le pareció una buena idea enunciar del siguiente modo, a través de una pancarta, lo que estaba ocurriendo en Montecristi: En cuatro días se acaba el pasado.
Aunque luego cambiaron los significantes (En dos días comienza el futuro), el sentido siguió siendo el mismo.
Nada más y nada menos que el mismo, desde el punto de vista filosófico, que hace 19 años permitió anunciar sobre las cenizas del muro de Berlín el fin de la historia, a cargo de otro grupo de profetas anti marxistas (a contrapelo de lo que opinan Joyce Higgins de Ginatta y Jorge Ortiz, el socialismo del Siglo XXI es ante todo uno no marxista, cuestión que debería ser materia del mayor análisis por parte de quienes consideramos que el mal fundamental de nuestra sociedad no es la partidocracia, sino la desigualdad, en todo género y lugar).
A la luz del recuerdo de la fracasada enunciación reaccionaria sobre la finitud de los conflictos, los neoconservadores socialistas del siglo XXI harían bien en preguntarse la eficacia y durabilidad de una constitución nacida sin el consenso del disenso, más allá de que el SÍ triunfe en el próximo plebiscito en los términos anunciados por el señor Presidente: por paliza, como si la dignidad de la democracia, al igual que en el fútbol y el arte, no consistiera precisamente en la dignidad ante y frente a la derrota.
La indignación acumulada por décadas de injusticias contra nuestro pueblo, humillado y ofendido, explica y hasta podría justificar la tolerancia hacia el autoritarismo y la racionalidad todavía imperantes, hijas del status quo ¿anterior? (de alguna manera, todos somos hijos de Febres-Cordero; es decir, criados en un cierto clima de intolerancia y negación macha del otro). Pero no hay que estudiar a Maquiavelo ni a Norberto Bobbio (basta ver una película de Stallone) para comprender que voltear la tortilla puede ser muy emo- cionante en el corto plazo, pero después, en términos de institucionalidad, ¿qué? Al estupor que nos produce la extensión cecilbedemilesca de la Constitución (más parecida a una súper producción bíblica con Charlton Heston que al librito que hace años Hugo Chávez repartió en versión mini de bolsillo, una idea que ojalá aquí se copiara), hay que sumar los gestos inequívocos del inicio de la Asamblea (la aplanadora electoral sin control del gasto estatal) y su patético final, victoriosos los asambleístas por terminar en el plazo justo y necesario… para evitar el desgaste del Ejecutivo.
La historia ocurre primero como tragedia y luego se repite como farsa, decía Marx en el 18 de Brumario. Por un lado, para muchos ciudadanos, incluidos varios de los mejores militantes y funcionarios de Alianza País, la actual disyuntiva política reproduce, ciertamente corregida y mejorada, pero también por ello aumentada, la perversa disyuntiva maximalista entre “pasado” y “presente” del plebiscito de Alarcón-Verduga de los años 97-98; por otro lado, fuera de los representantes de los grupos de poder hoy sustituidos por una nueva derecha alrededor del Presidente, nadie quiere el fracaso del Gobierno: especialmente para la izquierda orgánica, la derrota del ¿proyecto? correísta sería equiparable a una especie de debacle “definitiva”.
Escribo sin saber aún el destino que habrá tenido el nombre de Dios en el preámbulo del nuevo texto constitucional, pero me parece que el relato del fin-comienzo de la historia ubica el debate actual en una perspectiva teológica y teleológica: la tan ansiada como ausente revolución ciudadana parece más un asunto de fe antes que de construcciones sociales democráticas.
Por Santiago Roldos (Revista Vistazo Agosto/08)

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