viernes, 7 de noviembre de 2008

RALF MAQUIO, UN TIPO DE CUIDADO

Ralf Maquio era un tipo de cuidado. Pero de cuidados intensivos. Su delicada salud y el legendario aburrimiento que le provocaban sus familiares, convencidos de un ancestral e incierto origen catalán –originado en los severos problemas de dicción del clan para hablar el castellano–, lo condenaron desde muy temprana edad al mundo del conocimiento.

Mientras sus contemporáneos comían libremente chocolates y jugaban fútbol, el pobre Ralf se resignaba a consumir sus tardes leyendo La Divina Comedia o bien la Teoría de la Relatividad, encima, en versiones resumidas de la famosa Editorial Ariel, pues la fragilidad de sus huesos le impedía soportar el auténtico peso de los clásicos universales.

Bajo el signo de una colección donde la Guerra de Troya duraba dos semanas y Penélope, báculo y Telémaco venían sin acentos, dando pie a deleznables juegos de palabras, Ralf inició, sin saberlo, la trayectoria de un intelectual autodidacta literalmente de bolsillo, un mediocre erudito semi ilustrado.

El muchacho podía hablar durante horas sobre los temas libres más diversos, y aunque lo hacía sin ilación ni trascendencia, se ganó tal halo de respetabilidad que alumnos de todos los colegios de la ciudad iban en su busca, en pos de un asesoramiento que les garantizara, cuando mucho, un pobrísimo promedio de 14 sobre 20, suficiente para alcanzar la absolución académica y pasarla pipa todo el año.

Convertida su habitación en una especie de santuario a medio camino de Nobol, Wikipedia y el Rincón del Vago, las autoridades eclesiásticas encontraron una relación directa entre sus consejos y el descenso en picada del rating de las misas, así que ordenaron la expulsión de Ralf del sistema educativo, tras hallarlo culpable de apropiación indebida de feligreses, y dejaron caer una terrible sanción sobre él. Emulando técnicas de La Naranja Mecánica, los sacerdotes confiscaron su colección de Clásicos Ariel y lo confinaron a ver todos los días Vamos con todo y los reprises de Pasión de Gavilanes.

En las noches de luna llena, preso de la depresión, el asocial Ralf mugía. Nunca se supo si con ello aludía al inexistente mito del hombre vaca; a las transformaciones introducidas por su hermano en el kit de "La Granja", de Fisher Price, según las cuales Bob Esponja y Archie ordeñaban todas las mañanas a dos muñecas Barbie; o bien al contagio del peligroso síndrome de infantilismo ecologista (cretinos convencidos de que los lobos podían volverse vegetarianos).

Su tía Margarita, preceptora de la decadencia familiar y famosa presidenta de la Asociación de Sociedades Asociadas (ASA, no sólo por sus iniciales, sino porque se pasaban agarrando tacitas), intentó aprovechar la confusión a su alrededor para convencer a la sección vigésimo cuarta del sindicato único de maestros, a la que también se pertenecía, de que si a su sobrino le decían "el hombre lobo", era por su fogosidad. Pero todas las normalistas sabían que el apodo de Ralf se debía, simplemente, a su mal aliento.

La tía Eduviges, igual de indulgente con las tendencias criminales de sus seres queridos, aportaba siempre, empero, un matiz de autoridad científica. Gritando, explicaba: "¡Ralfito no tiene halitosis, sino un exceso residual de sustancias mórbidas por infatuación de sulfatos y astringentes! Cierto que nunca se lava los dientes –remataba–, pero ese es otro asunto".

Educado en la autocomplacencia y la mentira y en trocar sus defectos en virtudes, el muchacho listo para triunfar en el mundo de la publicidad y la redacción creativa.

Pero, citando a Doña Edu, eso ya es otra historia.
(Continuará)
Por Santiago Roldos (Revista Vistazo Nov/07/08)

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